domingo, 12 de marzo de 2017

Cuestión de locura -novela corta-


 
Cuestión de locura es la nouvelle que da título al volumen publicado en España que aglutina otras tres obras: El desprecio, Días de juerga y La estirpe de los Hankoni. En ella, encontramos una narración biográfica en primera persona con una voz que es la continuación de esa voz infantil que hablaba en Crónica de la ciudad de piedra. La narración prosigue, por tanto, como una continuación de los acontecimientos que se habían interrumpido al final de la Crónica, con la llegada del comunismo a Albania y el término de la Segunda Guerra Mundial.

La voz infantil había dotado a la Crónica de un ambiente mágico, y revestido con un aura irreal e imposible muchos de los sucesos brutales y sangrientos, como única forma de poder ser relatados desde el punto de vista de un niño, algo que ahora, en Cuestión de locura, contribuye a que se genere un clima desquiciado e inestable en donde las cosas resultan todavía más descabelladas gracias al punto de vista desde donde están siendo contadas. Y en mitad de ese clima enloquecido se agranda el misterio principal que nunca llega a resolverse en la narración: el Partido Comunista. Tan misteriosos, místicos, extraños, absurdos, siniestros, resultan los comunistas para el niño-narrador como lo son, finalmente, para el lector, que no logra desentrañar el gran enigma que significan: “¿Qué clase de secreto era aquél? ¿No éramos todos comunistas?” (Kadaré, 2008: 27).

Por el camino, otras mistificaciones, más que misterios, relacionados con tíos y tías, con suicidas e inmorales, con el abuelo de niño y su muerte, más producto del aburrimiento pueblerino que de otra cosa, van quedando resueltos desde la perspectiva infantil. Lo que viene a agigantar, en toda su enormidad de mastodonte, el misterio del Partido Comunista:[1]

 

“ese nombre, es decir, el del Partido, estaba en efecto por todas partes, nadie podía presumir de haberlo visto realmente. Lo que ella había encontrado en el bolsillo de su hermano era precisamente un ‘‘carné del Partido’’ (…) que certificaba la pertenencia de mi tío el menor a él, es decir, al Partido Comunista” (27)

 

El aura de misterio que rodeaba al Partido era alimentada con su propia parafernalia. Así,

 

“la orden era terminante: nadie podía contemplar con sus ojos un ‘‘carné del Partido’’. El comunista al que le sucediera tal catástrofe ya no tenía nada que esperar de la vida” (28).

 

Y el misterio se incrementaba todavía más en cuestiones de camuflaje:

 

“Tú creías estar delante de una peluquería de señoras, y aquello era sin embargo una oficina del Partido. Y así sucesivamente, una tienda de quesos, la oficina de Correos, la mercería donde se compraban encajes para trajes de novia. Tras su exterior apacible, en lo más profundo, al otro lado de cualquier puerta secreta, podía estar celebrándose una reunión secreta de miembros del Partido, todos provistos de sus ‘‘cartillas’’, que se agitaban unos a otros delante de las narices: que si te la he visto, que si no te la he visto, que si te suicidas, que si no te suicidas… ” (30).

 

Además, esta visión del ámbito comunista la completa la delirante visión que de los diferentes líderes como Lenin, Stalin o el propio Hoxha, tiene el niño, ridiculizando su crueldad.[2] Una “mirada inocente” que hiela la sangre del lector, con unas cargas de ironía que solo son permisibles gracias a la voz que Kadaré ha elegido para interpretar la sangrienta parafernalia que se estaba llevando a cabo: “Percibí el viento del mal en cuanto penetré en el patio exterior” (2008: 11), anuncia el narrador en el inicio de la historia. Será el viento quién con su presencia traiga los malos presagios, que no serán otros que la llegada del comunismo a Albania.

El propio autor, en una entrevista sostenida con Julian Evans para The Guardian, unos meses antes, reconoce que:

 

“los niños no quieren leer sobre el trabajo duro, lo que quieren es jugar. Les gustan los horrores, les gustan los fantasmas y las brujas y los magos. Odiaba los libros soviéticos, repletos de sol, de trabajo en el campo, de gozosa primavera, de alegre verano lleno de esperanza. La primera vez que escuché las palabras ‘‘esperanza’’ y ‘‘trabajo duro’’ me hicieron bostezar” (Kadaré en Evans, 2005b).

 

La oposición entre un clima socialista de sol refulgente y un clima balcánico de granizo establece también una oposición entre el aburrimiento estatalizado y lo interesante o divertido que radica en la individualidad imaginativa de cada persona. El hombre nuevo del mundo del realismo socialista, siempre bajo el sol luminoso era, curiosamente, irreal: estaba sumido en un mundo comunista frío que congelaba la vida interior y cualquier capacidad de expresión fuera de los cauces controlados.

En la misma entrevista con Evans, Kadaré explica el magnetismo que ejerció el clima helado en su imaginación al encontrarlo, por accidente, en un libro que leía de pequeño. Se trataba de una historia acerca de la creación del Ejército yugoslavo, narrada por el propio Tito:

 

“Estaba leyendo este libro, un día completamente aburrido cuando me topé con la frase ‘‘en aquel terrible, gélido invierno de 1942’’. Me quedé asombrado. Aquí, en este libro completamente estúpido, había encontrado una frase viva. Sonaba como literatura. Esas palabras ‘‘invierno’’, ‘‘terrible’’, ‘‘gélido’’: después, siempre busqué otras palabras como aquellas”.

 

Es la misma historia que narra el niño protagonista de Cuestión de locura. Los libros de la biblioteca han experimentado un súbito cambio con la llegada del comunismo y los preceptos del realismo socialista. En las lecturas ya no aparece “ningún paraje desolado, envuelto en bruma” (2008: 32). Entonces, cae en manos del niño En el sexto aniversario del ejército yugoslavo, de “Josip Broz Tito”. A primera vista, el libro no parece apasionante, pero

 

“en el libro de Tito, cuando hacía ya tiempo que había perdido toda esperanza, me tropecé al final con la frase siguiente: ‘‘En el curso de aquel glacial y terrible invierno del año 1942…’’. Casi no daba crédito a mis propios ojos, lo mismo que un caminante al toparse con una criatura viviente en mitad del desierto. La releí diez veces seguidas y, cada una de ellas, no cesaba de sorprenderme que aquella frase no se hubiera desecado ya en contacto con la multitud de palabras estériles que la rodeaban.

Lo mismo me ocurrió con la palabra ‘‘terrorífico’’, (…) la única de interés del libro del padre Anton Harapi” (33).

 



Existía una literatura aburrida, anestesiada y muerta, la oficial, en la que el sol del personaje positivo relumbraba a golpe de consignas, y una literatura original, misteriosa y oscura, con nubarrones oscuros repletos de adjetivos, prestos a descargar sobre personajes helados, paramos desolados y ventosos en donde los hombres vivían la congelación del totalitarismo. Así parece en El ocaso de los dioses de la estepa cuando Kadaré toma su riesgo al establecer esta tensión entre frío y oposición al régimen. En la narración, el escritor protagonista arriba a la capital soviética bajo la cortina de lluvia y pronto la ciudad muestra su hostilidad: “oleadas de hielo se cernían sobre el Moscú invernal” (1991: 147), afirmando que “todo estaba ahora cubierto por la nieve y esta parecía reclamar olvido” (78).

Otra forma de denominar este realismo socialista, pero desde el punto de vista de un niño acostumbrado a la lectura de libros de aventura, es con la palabra “aburrimiento”. El aburrimiento ha llegado a los libros, “los invade” con la instauración de la censura y los preceptos comunistas, tal y como se relata en Cuestión de locura. El capítulo titulado “El aburrimiento se impone” (2008: 31), se refiere al despojo de los elementos divertidos o de aventura en los textos, en beneficio de la ‘doctrina socialista’.

Así, ya desde los títulos de los volúmenes, se ofrecía un panorama donde “se percibía el aburrimiento”, tal y como eran esos “Hombres buenos de la estepa”, “La gran esperanza”, o “Primavera”, este último, además, en dirección contraria a la literatura antisolar que desarrollará Kadaré como reacción a este tipo de preceptos luminosos de construcción del comunismo. Para completar el panorama devastador se había iniciado una colonización con autores soviéticos para luego producir epígonos albaneses. Estos libros eran

 

“por todas partes trabajo, sonrisas radiantes, gentes de corazón de oro que competían por ver quién era el primero en ofrecer a su camarada su pan o su vestido” (32).

 
             El país, desprovisto de lenguaje, se asemeja, también, a un páramo glacial. Por ello, no es de extrañar que en  Cuestión de locura, el capítulo número 6 se titule con un “Comienzo del invierno”, y en él se hace referencia, de una forma determinante, a las primeras lenguas que el comunismo prohibió enseñar en las escuelas: el latín y el francés, después el griego clásico. Antes, ya había sido erradicado el turco. Todos ellos son sustituidos por el ruso. Se iniciaba la glaciación lingüística de Albania (Kadaré, 2008: 55-60). Además, Kadaré remacha este inicio del invierno con un más que significativo “el Partido Comunista emergía por fin de entre la bruma” (62), y lo hacía de la mano del invierno y del frío, para ya no separarse de ellos en toda la literatura antisolar de su autor.




[1] Es necesario recordar aquí que el Partido Comunista en Albania se comportó de la misma forma que lo hizo en Yugoslavia tras la toma del poder, y se movió en la clandestinidad durante algunos años mientras en el gobierno daba la cara un partido denominado Frente Democrático. De ahí que el niño que nos narra esta Cuestión de locura se queda ciertamente sorprendido acerca de un asunto tan chocante: “El Partido, aunque estaba en el poder, era sin embargo clandestino” (2008: 27) Y una nota del traductor nos recuerda, oportunamente, que este hecho aquí traído por Kadaré, la clandestinidad del Partido Comunista durante los primeros años de control del Frente Democrático de Albania, es un suceso poco recordado en el país (27, n. 3). “Pues si era tan poderoso, ¿por qué se ocultaba?” (29).
[2] De Lenin dice que “un primo le había dicho (…) que ese tenía aspecto de bonachón, pero si se le metía entre ceje y ceja, te podía despachar en menos que canta un gallo. La decepción fue total. El tal Lenin no sólo no había matado a nadie (…) sino que incluso había sido incapaz de acertarle a un zorro que le salió al paso, tan buen corazón tenía que le temblaban las manos. Mequetrefe mayor era imposible encontrarlo” (2008: 32-33). De Stalin, “había escuchado (…) que a este Stalin sus enemigos le llamaban ‘‘el genio del mal’’, dicho de otro modo: un hombre terrible entre los terribles (…) No sólo no tenía nada de ‘‘genio del mal’’, sino que era el más chocho de todos. Saltaba a la vista que no tenía nada bajo control allí. Todos se la pegaban (…) mientras él, como buen pánfilo que era, se pasaba el día pensando en hacerse fotografías con los niños”. Y antes: “Por si no bastara con la insoportable mansedumbre que  rezumaban sus sienes canosas, incluso su bigote” (36). De Hoxha: “Según el primo de Ilir (…) en una sola noche se había quitado de en medio al enano negro Koçi Xoxe y a otro jerarca, uno de dos metros (…) Al menos se podía creer que había estrangulado efectivamente al enano. Aunque más tarde todo se fue al garete: sonrisas, saludos con la mano, bondad, flores, en una palabra todo almíbar, todo miel (37). Esta ironía, que teóricamente dulcifica la crueldad de los líderes, aumenta lo terrible de sus actos con el inocente punto de vista infantil.

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